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WINDOWS ON THE WORLD

porFabian Robles Medrano

Sep 11, 2024

(Fabián Robles) “¡Chíngale! ¡En esa torre trabaja mi hermano!”, fue lo primero que pudo exclamar Benjamín Morales Zempoaltecatl, cuando el 11 de septiembre de 2001 vio por televisión las primeras imágenes de los atentados al World Trade Center, sede de las emblemáticas Torres Gemelas, inauguradas el 4 de abril de 1973.
En su casa de Ayometla, el matrimonio formado por Crescencio y Mauricia escuchaba y veía ya a Jorge Berry en su programa “Primero Noticias”.
Aquella mañana de martes, Benjamín había salido de su domicilio familiar para dirigirse a la central de abasto de Puebla, pero no llegó: la ponchadura de una llanta de su combi lo obligó a detenerse en una talachería del rumbo.
Ahí quedó como hipnotizado ante un televisor: las imágenes de un avión comercial de American Airlines que hería de muerte a la Torre Sur, eran repetidas una y otra vez. El dardo letal había dado justo en el símbolo del poderío económico de los Estados Unidos.
El otro rascacielos estaba intacto, “pero de repente ¡pum!, que viene el otro chingadazo”.
Nadie en el mundo daba crédito a la tragedia.
La desesperación, el miedo y el olor a muerte pronto inundaron las principales calles de Nueva York, cubiertas ya por una nube de color grisáceo. Era polvo-sangre emanado del gigante caído.
A miles de kilómetros de la ahora conocida zona cero, los familiares de Martín –el más pequeño del clan Morales Zempoaltecatl– trataron desesperados de comunicarse vía telefónica con los hermanos Eusebio y Gonzalo, radicados también en un suburbio de Manhattan desde hace varios años.
A ellos había seguido Martín 42 meses atrás, atraído por las anécdotas casi increíbles que le contaban de Gringolandia, pero sobre todo por el sueño de ganar dólares.
El contacto telefónico no se daba. Ni de un lado ni de otro. Primero porque el servicio estaba suspendido; luego, porque las líneas se saturaron.
Cayó la noche. Y llovía en Nueva York. Todo era un caos ese martes 11 de septiembre.
Por fin, la llamada esperada, pero al mismo tiempo tan temida, fue posible: “nos enteramos que nuestro hermano había desaparecido. Eusebio y Gonzalo nos dijeron que lo estaban buscando, pero estaban destrozados moralmente. Y lloraban. Mi mamá se tiró al suelo, ahogada por el llanto. Se perdió, pues. No creía que a su hijo el más pequeño, le hubiera tocado morir…y menos en un atentado terrorista”, cuenta Benjamín.
VOY A PROSPERAR

Un día, Martín se hartó de estudiar y trabajar, ocasionalmente, como albañil, ganando poco y soñando mucho.
Con 18 años de edad, comprendió que lo suyo lo suyo no era “quemarse las pestañas en los libros, como otros. Por eso decidió dejar el Colegio de Bachilleres (Cobat)”, e irse de “mojado” a Estados Unidos “para convertirse en un triunfador, en un líder”.
Se fue a unirse con sus hermanos mayores y paisanos que viven allá “donde, jodido, hay unos mil compas de Ayometla, que solo regresan al pueblo para hacer fiestas o a visitar a sus padres… a lo mejor para casarse”.
Cuando Martín planteó su decisión a la familia, su madre, Mauricia Zempoaltecalt, se opuso rotundamente, pero no logró disuadirlo.
Tampoco pudo retenerlo la novia que tenía en el municipio vecino de Zacatelco. La misma que lo flechó, la que aún lo recuerda y platica, de vez en vez, con Mauricia, la mujer que pudo convertirse en su suegra.
Juntas, lloran, ríen, comparten: “te acuerdas que jugaba futbol, de delantero y hasta de portero en el Olimpia… te acuerdas cuando jugó con el Scorpions… te acuerdas… te acuerdas”.
“Mis hermanos están allá y se fue con ellos con la ilusión de todo mexicano: ir a hacer su lana, a superarse económicamente, porque allá ganan más, ¡un chingo de dólares! Decía que sus hermanos mayores, sin estudios, se habían superado, y no podían ser mejores que él. Por eso se fue, por orgullo y porque fue más grande su necesidad y la ambición de asegurar su futuro y no decir sí, sí, me quedo a ganar un sueldo de 500 pesos a la semana”, narra Benjamín.
Allá, Eusebio, el hermano mayor –por cierto, muy solicitado por la calidad de sus guisos, “y eso que no es chef profesional”- cobijó al más pequeño de la familia Morales Zempoaltecatl. Le enseñó todos los secretos del arte culinario, “y tuvo la fortuna, o la mala suerte, de conseguir empleo de cocinero en un restaurante que se encontraba en el piso 107 de la Torre Norte. Creo que se llamaba Windows on the World, o algo así. Tú me entiendes”.
Con ese empleo, Martín ahorró una buena lana. Durante los tres años y medio que vivió en Estados Unidos nunca volvió a su tierra natal. ¿Para qué?, si allá lo tenía todo. Sólo envió dinero a su padre Crescencio Morales para comprar un terreno; luego, para iniciar la construcción de una casa que quedó sin terminar como él quería, pero que ahora guarda los pocos recuerdos que dejó.
La mañana de la tragedia, Eusebio, el hermano mayor, el cocinero, el chef, se quedó dormido y no se presentó a laborar en el mismo restaurante donde trabajaba Martín.
Quiso el destino –“fue la Divina Providencia”, dice Benjamín- que el mayor de los Morales Zempoaltecatl no quedara sepultado por decenas de toneladas de hierro y concreto, como sucedió con su hermano y otros 78 empleados más de ese exclusivo restaurante y 91 comensales que se encontraban al momento del atentado y murieron.
Además de Martín, en Windows on the World trabajaban los poblanos Antonio Javier Álvarez, Leobardo López Pascual y Antonio Meléndez.
En esos ataques a las Torres Gemelas también perdieron la vida los mexicanos Alicia Acevedo Carranza, Arturo Alba Moreno, Margarito Casillas, Germán Castillo García, José Manuel Contreras Fernández, José Guevara González, Norberto Hernández, Fernando Jiménez Molina, Víctor Antonio Martínez Pastrana, Juan Romero Orozco y Jorge Octavio Santos Anaya.
LA ESPERANZA
Dos meses después de la tragedia, alumnos de varias escuelas de Ayometla, su pueblo natal, quisieron poner una ofrenda el Día de Muertos para recordar a Martín.
La familia no aceptó “porque teníamos la ilusión de que estuviera vivo. Tenemos un video en el que nos parece que (Martín) va bajando de la torre. Cuando lo vemos nos da la corazonada de que es él, pues sale corriendo y se pierde entre la gente. Sano y salvo. Entonces teníamos, quizá todavía la tenemos, una pequeña esperanza de que viviera, pero…”
“Por eso, porque existe la fe y la esperanza de que algún día Dios nos lo regrese, aunque también nos hacemos a la idea de que a lo mejor no aparece. Mis padres para nada han tocado los 30 mil pesos que les dio el gobierno federal. Vaya, ni siquiera han cambiado el cheque porque confían en que algún día aparezca mi hermano y le digan a Vicente Fox: aquí está el dinero, señor presidente. Ocúpelo para lo que necesite”, sostiene Benjamín, músico de oficio.
También por eso su padre pidió apoyo al gobierno estatal para conseguir pasaporte y visa para así viajar a Nueva York en busca de su hijo, “pero una secretaria de Alfonso Sánchez Anaya (el gobernador de Tlaxcala) nos dijo que para qué iba a ir mi papá, que sólo entorpeceríamos más las cosas. Cuando te dicen eso y tienes la moral por los suelos, entonces sientes que te pisotean aún más”.
Un año después de la tragedia, a Martín se le recuerda como un joven deportista. Sin vicios. Dicharachero. Amante de la música.
“Era muy chistoso el chavo. Galán, eh. Ah, ¡y de buenos sentimientos”, recuerda su hermano.
Lo que sucedió en Nueva York no atemoriza a sus paisanos y ni siquiera a otros familiares que quieren hacer realidad el sueño americano.
“Yo veo que no les atemoriza para nada el que haya pasado ese atentado, no tienen miedo porque mucha gente que está allá, viene y se vuelve a regresar. Y no es que no le teman a morir, sino que le temen más al sueldo de miseria que ganan aquí, en Tlaxcala”, considera Benjamín.
Pero su progenitora, dice, no comparte la misma opinión. Ella ha comenzado “a sacar un odio y un rencor que no le conocíamos contra ese jijo de su madre (Osama Bin Laden) del terrorista. Y se pregunta ¿por qué, malditos?, ¿por qué?…”

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