Por Luis René Mendoza Samperio
- No, no se trata de la que fuma tu primo el uñas, el culto a la piedra trata de la fascinación por edificios y casas viejas
Vaya a Tlaxcala en el 2024 y todo cuanto puede abarcar placenteramente el ojo es anterior al culto a la ciencia.
Después del siglo XX, no hay una sola construcción o edificio en Tlaxcala que valga la pena mantener, ninguno al que podríamos llamar al menos “hermoso”. Nadie se pregunta claramente por qué desde el siglo pasado no se ha construido nada hermoso en este lugar; los edificios gubernamentales están claramente dedicados a su funcionalidad; cuadrados y sin gracia, con más espacio destinado al estacionamiento que a jardines o re-creación.
El tlaxcalteca moderno se encuentra en una situación desesperante: está locamente enamorado de la belleza de lo que el antiguo mundo construyó, pero desprecia las creencias que inspiraron su construcción. A pesar de esto, ha llegado a comprender que el progreso y el desarrollo son dos aspectos fundamentales para su supervivencia y está dispuesto a encontrar un equilibrio entre su amor por la arquitectura antigua y su visión de un futuro más próspero.
Ya no tiene el amor a Dios que llevo a sus ancestros a construir inmensas pirámides o elaboradas catedrales, no tiene el sentido de grandeza de su país para construir los palacios que adornaban por la eternidad a su ciudad. Todo eso está ocupado hoy por la utilidad y la renta.
La ciudad de Apizaco es un buen ejemplo de las cosas que están bien pero que no producen la más mínima pasión; templos simples, funcionales, como si se hicieran para cumplir con el propósito de parecer cristianos sin realmente serlo; realizar el protocolo de la genuflexión y seguir con el día ¿Quién extrañaría, por ejemplo, la capilla de Jesús y San Juan? Fue construida para el culto de los jóvenes estudiantes de la escuela de enfrente, es decir, tiene una función más parecida a un salón de clases que a un lugar de refugio, oración y paz, pero no para la gloria de Dios. Eso parece que ya no se tiene en ningún lugar de esta ciudad.
Quienes han estudiado la historia de la Segunda Guerra Mundial, han propuesto la idea de que los alemanes construyeron tan grandes máquinas y tan grandes edificios (o al me-nos los proyectaron) con el propósito de enviar un mensaje, no porque fuera realmente necesario construir tales cosas, como la realidad demostró con el tiempo. La catedral de nuestra señora de la Misericordia de Apizaco, tiene esa sensación; inspirada en el gótico de los anglos, se construyó con las cuotas y donaciones del sindicato de ferrocarrileros más rico del país. Como tantas otras, tardó años en terminarse. Sustituyó una parroquia más simple cuyas fotografías y dibujos recuerda más bien a las casas que aún existen en el norte del estado, concretamente en Tlaxco y en los municipios poblanos cercanos; construcciones con techos de dos aguas que sirven para que el agua no se acumule en la techumbre y dañe la obra civil.
En cambio, la Catedral actual está construida con una piedra grisácea que ni siquiera es de la región, quisieron enviar el mensaje de que podían pagar eso y tal vez algo más grande si fuera necesario, pues el mensaje era el de diferenciarse, incluso abrazando a los enemigos de la religión de sus padres. Estos templos hubieran sido impensables en la época de los abuelos que construyeron las vías de ferrocarril que iniciaron esta ciudad.
Por cierto, en la capilla de Jesús y San Juan tuvieron que poner un anuncio para que la gente supiera que ahí hay una parroquia pues de otro modo, ni siquiera se puede distinguir.
Cosa parecida sufrió la parroquia de la Virgen de Fátima en la misma calle que por décadas tuvo que soportar el sacrilegio de tener que anunciar sus servicios gracias a un letrero donado por la empresa Coca Cola, que no desaprovechó la oportunidad de resaltar la marca de refrescos de agua carbonatada por encima de la santidad de los actos que ahí se realizaban ¿Por qué permitirían eso los fieles de Apizaco? Tal vez por los miles de millones de pesos que la empresa introdujo a su municipio hace tres décadas, los empleos que produce o simplemente ya no les interesa cuestionar si el pecado de la soberbia merece ser combatido. Igual que los alemanes medio siglo antes, lo importante era enviar el mensaje de que podían construir edificios enormes, aunque vacíos.
Pero no es solo los templos los que son construidos de materiales baratos y dedicados a un tradicional protocolo dominical, incluso también los edificios públicos han sido llevados a lo más inocuos diseños. La presidencia municipal del mismo municipio pasaría muy bien como cualquier otro edificio comercial de los que abundan en esa ciudad si no fuera por el letrero que anuncia que ahí están las oficinas del ayuntamiento: el edificio fue construido en los 70´s, no hay más que decir. Hasta los edificios de cinco pisos del Infonavit tienen más gracia. Y éste fenómeno se repite en cada oficina pública; las universidades jamás volverían a tener el aspecto del Instituto de Ciencias Superiores que hoy es la sede de la secretaria de Cultura a nivel federal en Tlaxcala, en cambio, en palabras de un rector de la UAT, la entrada de la universidad parecía a la de cualquier corralón de autos remolcados. Toda institución de educación superior en el estado carece de la tierna caricia del estilo, arte o buen gusto. La mayoría son edificios reciclados de otro tiempo, repintados y en el mejor los casos, con goteras reparadas; las carreras que se ofrecen no necesitan más que pizarrones y sillas donde sentarse, no requieren equipos, máquinas o laboratorios. Pasarían muchos años para que una universidad pública en Tlaxcala ocupara algo más que papel y tinta.
Para decir la verdad es que antes no había necesidad de construir tantas oficinas; a me-diados del siglo XIX, Tlaxcala sólo tenía tres administraciones «municipales»; la de Tlaxcala, Tlaxco y Huamantla; se le sumó Calpulalpan unas décadas después, pero en general, desde esas tres cabeceras se controlaban todos los asuntos públicos que tenían que ver con el gobierno. Los palacios municipales de esas administraciones son básicamente iguales, pero al menos pueden llegar a ser admirados por su sólida construcción; una arquería que servía de techo para el pasajero, símbolo de la autoridad y de la justicia y protección del desvalido. Funcionaba como cuartel de la fuerza pública tanto como protección de los más débiles, inspiraba pues todo lo que el Estado debía representar. Sin embargo, en el siglo XX, el Estado se hizo más grande, se multiplicó como parásito a costa de su huésped que es incapaz de desembrazarse de él; sospechamos que en realidad se trataba de una estrategia totalitaria «todo dentro del estado, nada fuera del estado» y como las pulgas en el perro, surgieron 60 ayuntamientos que mantener y un gobierno estatal aún más grande.
Con esa cantidad, por supuesto que no hay dinero que alcance para hacer algo hermoso, pues el sostenimiento de lo precioso por lo general es caro, no rinde frutos inmediatos y como la permanencia en el poder es también efímera, construir algo duradero resulta en el desprendimiento de la gloria personal.
¿Todo era hermoso antes? No, pero trataban. Las fábricas y centros de trabajo del siglo XIX gozaban de una estética muy superior a pesar de las deprimentes condiciones a las que se sometían los trabajadores; las haciendas por ejemplo llegaron a lujos inconmensurables, solo hay que ver la hacienda de San Bartolomé del Monte, probablemente la más lujosa del país, bien cimentada con el sufrimiento de millones de alcohólicos que dependían del pulque que ahí se producía, hoy aun es una joya en medio del mar de bloques de cemento con las que alzan las casas de los más humildes en su huésped, Calpulalpan. El arquitecto de la hacienda, también presume entre sus aportes al mismísimo Ángel de la independencia situado en la calle más hermosa del país.
Soltepec, Tenexac, Baquedano, incluso las haciendas del sur del estado muestran un refinamiento que ya nunca volvió a los centros de trabajo; ahora no solamente se sufre hacinados en las fábricas, sino que también son fabricas feas, sin estilo, ni buen gusto; solo laminas y cemento armado. La fábrica de San Luis Apizaquito hoy es la sede de las oficinas de la Secretaria de Cultura y a pesar de los arreglos que le hicieron, aún conserva el viejo carácter de una fábrica europea dedicada a la producción, pero con estilo.
Hace dos años, una pareja decidió tomarse unas fotografías celebrando su matrimonio, nada fuera de lo normal, de no ser por el detalle de que el novio se vistió con el uniforme de la SS del ejército alemán. Las fotografías además fueron en los andenes de la estación del tren que está cerca de la ex fábrica de hilados de San Manuel, esa fábrica tiene chimeneas muy parecidas a las instaladas en los campos de concentración alemanes de la segunda guerra mundial. Ese detalle, que el novio seguro si notó pasó desapercibido del resto del público; la mayoría sólo consideró gracioso el asunto mientras que medios de comunicación y organizaciones de derechos humanos condenaron el acto y pidieron sanciones a los ciudadanos. Pero el detalle de las chimeneas no fue mencionado, de haber comprendido los pormenores de las fotografías, la gente se hubiera horrorizado por el acto.
San Manuel, junto con la fábrica de la Trinidad, hoy en manos del gobierno, fueron joyas de la producción textil en su época y hermosos edificios se alzaban orgullosos por encima del rio que alimentaba sus motores. Cuando pasaron a ser parte de cooperativas ordenadas por el estado, quebraron. Hoy son oficinas públicas que ya no reflejan la otrora estética de la productividad.
Parece que solo tenemos una variable que afecta toda la ecuación: el estado tlaxcalteca, que incluso donde no era llamado a arreglar algo, lo acababa destruyendo; el cronista de Calpulalpan, Alejandro Martínez y la señorita Lazcano en su diario publicado, cuentan cómo se destruyeron hermosas casas del centro del pueblo para ampliar la calle principal. Las familias afectadas nunca recibieron la compensación que se les prometió.
El abandono de la belleza por la funcionalidad es el triunfo del Estado sobre el individuo; dos veces el estado mexicano le hizo la guerra a la religión de su pueblo y las dos veces perdió, pero también heredó las funciones que la iglesia tenía y las transformó en las propias; el bautizo iniciaba la vida como cristianos, a esto, el estado instituye el registro civil y una vez realizado, el registro de nacimiento te hacía ciudadano cual bautizo. También instituye el matrimonio civil contra el religioso y por supuesto, sin el debido permiso (y pago) no podías descansar en el panteón del ayuntamiento, que significaba la misma función que la iglesia tenía en el sepelio. El sacrificio al que tanto iglesia como estado aluden a realizar a sus fieles no es para nada lo mismo; el sacrificio de la iglesia tiene más sentido porque llama a la santidad y al amor, mientras que el del estado aún no incluye sentido más que el de la fraternidad y una identidad común.
Ese vacío espiritual no se llena con los inventos de héroes liberales y leyendas de grandeza pasada. Por muchas virtudes que le incluyan a Xicoténcatl, Tlahuicole o Emilio Sánchez Piedras, ninguno inspira construir algo como el convento de San Francisco en Tlaxcala. El convento es un oasis dentro del desierto de cerros de ocotes que era esa zona de nuestro territorio; no es particularmente grande ni lujoso; las múltiples etapas de su construcción ya han sido cuidadosamente descritas en otras partes así que apuntaremos que se trataba, al principio, de un edificio religioso con algunas funciones militares; tiene troneras desde donde un defensor puede disparar, tiene almenas con las cuales protegerse, un paso de ronda con la torre exenta que sirve como punto de observación y para ampliar la defensa.
Los escalones de la escalinata adyacente están construidos de manera dispar a propósito; unos escalones más grandes que otros, obligan a mantener la mirada en el suelo para no caer y así no se puede vigilar la estructura que teóricamente podría estar atacando desde ahí. Por supuesto, la altura es otra herramienta, el convento domina la ciudad desde las alturas y aprovecha una antigua pirámide desde donde se alza sobre todo lo de-más. Es decir, no es sólo un convento y catedral, es otro pilar desde donde se sostendría el poder del estado español en Tlaxcala.
Un antiguo mapa del convento muestra que el arco lobular de piedra de la puerta del convento fue desmontada y puesta después en el Palacio de Gobierno; no hay registros o testimonios que así lo prueben, pero es muy probable que simplemente se haya decidido hacerlo cuando los bienes de la iglesia empezaron a ser robados por el gobierno liberal; todo aquello que tuviera un valor en el mercado fue puesto a disposición del gobierno y de sus miembros. De esta época se construyeron las grandes fortunas que aún hoy florecen en nuestro país, pero fue gracias al expolio que indios, pobres e iglesia sufrieron que se empezó a crear la burguesía terrateniente que Juárez aspiraba a tener imitando a la del vecino del norte.
Fue precisamente en esos años en la que Tlaxcala endureció su decaimiento material; un siglo antes, la reforma borbónica eliminaba las antiguas repúblicas de indios del continente y con ello casi tres siglos de soberanía india tlaxcalteca sobre su propio territorio. Después de la reforma juarista, los indios perdieron las tierras comunales con las que se mantenían, el derecho a recoger leña del monte y otros igual de importantes; con la corrupción en pleno, el gobierno decretaba que los terrenos de los indios eran tierras baldías o incultos, los expropiaba y luego vendía al mejor postor. Muchos de esos compradores eran de hecho, miembros de este gobierno o algunos hacendados con las conexiones adecuadas. No exagera el fecundo historiador jalisciense, Moisés González Navarro al comparar esta época de nuestra historia con las satrapías persas o los patricios romanos, pues según estima, nunca en la historia de la humanidad hubo tal acaparamiento de tierras en manos privadas como en el México juarista y su heredero, el porfiriato. Y es que sólo hay que re-visar los censos de aquellos años; la hacienda de Tenexac contó con más de doce mil hectáreas, le seguía San Bartolomé del Monte con diez mil. El famoso amo Terrazas de Chihuahua llegó a poseer más de tres millones de hectáreas en sus manos, el equivalente a Holanda y Bélgica juntas.
Este modelo llamado latifundismo ciertamente aumenta la producción pues evita la parcialización y potencializa, en caso de existir, el riego y formas de trabajo de la agricultura extensionista, por lo que, en términos generales, la producción de alimentos se incrementó durante estos años.
A lo largo del siglo XX, Tlaxcala se vio sorprendida por edificios en ruinas; apenas quedaban unos pocos en pie; las primeras fotografías modernas que tenemos de la ciudad la muestran con una población empobrecida y un gobierno indolente. Los archivos históricos disminuyen su contenido porque apenas valía la pena hacer alguna petición o queja, que era registrada pero apenas atendida por las autoridades. La “Pax Porfiriana” también trajo el confort del escritorio; aumentó el número de personas que no pagaban impuestos o ha-cían todo lo posible para evitarlos.
Enfrentados con el aumento de los crímenes en las rutas de comunicación habituales, los terratenientes organizaron y financiaron una fuerza policial cuyas prácticas los hicieron tristemente populares, era la policía rural, mejor conocidos solamente como “los rurales”. Actuaban al margen de la ley, sin contrapeso por parte del gobierno, que se desentendía de tener que ayudar a la población e invertir en seguridad pública; un curioso documento de principios del siglo XX del municipio de Nanacamilpa lo demuestra; el presidente municipal solicita al gobierno del estado una copia de la “Ley Fuga” porque había un reo al cual aplicársela.
Por supuesto, las actividades de los rurales no eran ni gratuitas ni un acto filantrópico; a cambio de brindar seguridad en las carreteras, los dueños de las haciendas actuaban sin la menor vacilación en aplicar la ley a su propio estilo; todas las haciendas tenían cárceles y calabozos. Sin embargo, esta realidad era especialmente perjudicial para los pobres indígenas de Tlaxcala, quienes sufrían aún más bajo el yugo de estos poderosos hacen-dados y sus leyes arbitrarias.
No sólo se trataba de mantener el orden, muchas haciendas protegían sus intereses y los de sus empleados acuñando su propia moneda, de esta manera, aunque la moneda fuera robada, no valía en otra parte, no podía ser usada más que por el legítimo poseedor de la misma. Éste hecho ha sido tergiversado por la historiografía del siglo XX, pero a quienes menos les convenía la acuñación de moneda local era precisamente al gobierno, pues no tenía ese monopolio ni el control fiscal de la renta de estas haciendas. La revolución mexicana suprimió la emisión de monedas regionales o locales con el propósito de beneficiarse de estas transacciones, también suprimió las tiendas de raya y con ello los centros de distribución de alimentos de las poblaciones incrementándose el hambre y la carestía. Y es que difícilmente la gente viajaba con el propósito de hacerse de víveres como hoy lo hacemos; más arriba, el citado diario de la señorita Lazcano, cuya familia poseía una tienda de abarrotes durante la revolución, detalla asuntos de distribución de víveres y falta de seguridad en caminos y pueblos al punto que el gobierno prefería trasladar a los habitantes de las poblaciones vecinas a Calpulalpan que brindarles seguridad o alimentos hasta sus comunidades.
En realidad, no los trasladaban, por cierto, sólo les ordenaban irse. De esta manera se aprovechaban las arquerías de las iglesias y los portales del centro de la población, en agravio de la gente que tenía que vivir a expensas de sus vecinos, amigos y familiares.
El expolio de la propiedad privada no se detuvo con la Revolución, al contrario, nuevas formas de robo iniciaron en el país. El gobierno, que era incapaz de sostener los numerosos grupos que surgieron de la lucha armada prefiere dotarles de dinero, propiedades o cuotas de poder regionales.
En el siglo XX, los sindicatos afiliados al Estado le tenían exactamente la misma factura al gobierno, pues muchos de ellos usaban sus recursos para construir escuelas y mantener-las funcionando, pero a costa de «prestaciones especiales» arrancadas al gobierno, es decir, terrenos. Pues como la Constitución de 1917 le dotaba al gobierno de toda la jefatura del suelo y lo que hay debajo de él, los sindicatos le cobraban sus favores con dotaciones de tierra para sus agremiados. De esta manera nacieron colonias como la Loma Xicohténcatl, la colonia ferrocarrilera o la Loma Verde o Fovissste, todas ellas fueron gene-rosos regalos del gobierno a los sindicatos, por cierto, ninguna de esas colonias ganaría un premio a la arquitectura, son terrenos que un día tuvieron dueño y al otro se convirtieron en un botín político para repartir.
Según el INAH existen más de mil inmuebles tlaxcaltecas dentro de su catálogo de monumentos históricos, si uno los revisa, la mayoría son simplemente casas cuya mayor característica es haberse construido en el centro del pueblo, a partir de ahí, algún decreto gubernamental los convirtió en «Patrimonio monumental». Quienes expiden las leyes siempre tienen la buena voluntad de que con ellas las cosas mejoren, pero la verdad es que no es así; muchísimos delitos están penados y aun así la posibilidad de cometerlos y salir bien librado es alta.
Los primeros decretos federales que protegían el patrimonio en Tlaxcala crearon los parques naturales Xicohténcatl y La Malinche. Esto supuestamente evitaba la tala de árboles y la construcción de viviendas y otros edificios dentro de los parques para preservar los recursos que ahí había. Sin embargo, resultaron ser letra muerta, ya que tanto los parques nacionales en el territorio como las construcciones protegidas, sin excepción, han sido abandonados a su suerte o fuertemente sujetos a la ley hasta el punto de perder valor en el mercado inmobiliario en Tlaxcala; muchos de los propietarios del centro histórico se enfrentan a dificultades para vender sus propiedades al valor deseado, ya que el nuevo dueño no puede destruir las obras civiles, modificarlas o incluso pintarlas de un color diferente a los autorizados.
Esta situación afecta especialmente a los pobres, quienes tienen menos oportunidades para mejorar sus condiciones de vida en esta área. Además, la preservación del patrimonio arquitectónico limita la posibilidad de desarrollar nuevos proyectos y generar empleo para la comunidad.
Resulta entonces que la posibilidad de poseer un bien en esa parte de la ciudad podría disminuir alguna rentabilidad, pues no se es libre de hacer con esa propiedad lo que uno quiera o instalar publicidad para una unidad de producción, pues está sujeta a leyes que impiden el crecimiento económico comercial, por el propósito de mantener una estética colonial que supuestamente incrementaría el turismo.
Es importante destacar que el turismo puede tener un impacto positivo en la economía de una región, especialmente para las comunidades más pobres. Un ejemplo de ello es el complejo turístico de Val Quirico en Tlaxcala, donde se han invertido millones de pesos para mejorar la infraestructura y promover el turismo, lo que a su vez ha generado empleos y oportunidades económicas para la población local. Sin embargo, el turismo es una actividad económica cuyo éxito depende de muchísimos factores, que incluyen la posibilidad de viajar a ese lugar, la salud de la población (como en la reciente pandemia), la seguridad, el transporte y en general, la oferta turística complementaria. Por eso, el complejo turístico de Val Quirico acapara buena parte de los turistas que llegan a la entidad y no así donde tácitamente, el Estado ha volcado millones de pesos y todo el esfuerzo institucional, como es la capital tlaxcalteca, incluso las ciudades sin vocación turística, como Apizaco, poseen más habitaciones de hoteles y camas ocupadas que las que registra Tlaxcala de Xicohténcatl.
Cuando titulamos este ensayo como «El culto a la piedra» quisimos exponer la manera en la que el Estado ha pretendido proteger su patrimonio monumental y a la vez propiciar el deterioro del mismo con insuficiencia presupuestal, falta de planeación para beneficiar el sector privado y trasladando el costo del mantenimiento de ese patrimonio a los ciudadanos que tristemente no pueden aprovechar la titularidad de esos edificios. Pues no solo no pueden modificar esos edificios, sino que incluso no pueden dedicarlos a determinadas actividades económicas con altas tasas de rentabilidad como lo son la venta de alcohol, el juego o ciertos espectáculos, pues esas actividades se encuentran altamente reguladas o incluso prohibidas. Más arriba hablamos de la situación de la ciudad de Apizaco con edificios pretenciosos y sin santidad alguna pero ahora toca reivindicar esa ciudad, pues a pesar de nuestra opinión sobre la estética y el origen de esos edificios, lo cierto es que son fruto de la abundancia y el trabajo. En los sesenta municipios de Tlaxcala que aludimos como pulgas, encontramos toda clase de restricciones a la vida económica de sus ciudadanos y de cómo empobrecen a la gente; en Apizaco, por el contrario, justo a un lado de la presidencia municipal que parece no tener nada significativo a la vista, hay una vinatería. Esto no se verá en ningún otro lugar, pues el consumo de alcohol no tiene cabida en moral pública, por lo que permitir ese tipo de negocios en el primer cuadro de la ciudad hubiera sido imposible. Sin embargo, no lo es en Apizaco. Esta ciudad concentra en una sola de sus calles más negocios que los que tiene, por ejemplo, el municipio más grande del esta-do, Tlaxco. Que haya tantos establecimientos no solo se debe a que aprovechan la situación geográfica del municipio, sobre todo aprovechan la libertad económica que permite el florecimiento comercial, pues otros municipios, que en el pasado tenían una mejor posición geográfica con respecto a la vías de comunicación hoy se encuentran en una situación desesperada, como es el caso de Apetatitlán, que en el siglo pasado incluso era llamado como «villa del progreso», perdió toda preeminencia cuando la vía del tren pasó más al sur y benefició a Chiautempan mientras que Apetatitlán quedó en el olvido.
Apizaco no construye pues catedrales o complicadas pero hermosas iglesias churriguerescas como las del centro y sur del Estado, pero empezó a construir edificios sin límite de altura (como lo tiene la capital), permite el comercio informal, afeando las banquetas, pero llevando productos baratos y salarios a la casa de sus vecinos.
Dos veces a la semana realiza tianguis y con ello permite que se surta la familia de pro-ductos de mejor calidad y a mejores precios, permite la venta de alcohol sin horarios, y con ello garantiza que los establecimientos dedicados a ello puedan hacerlo sin faltar a la ley y sin tener que pagar costosas multas. Y aunque no fructificó la idea, a principios de este siglo surgió el proyecto de permitir y regular la prostitución, suponemos que aún pesa demasiado la moral pública como para llegar a ese punto.
Permitir y fomentar el comercio no le ha traído turismo, pero tiene más hoteles y habitaciones ocupadas que la capital; permitir el comercio de alcohol le ha producido hoy tener más unidades económicas dedicadas a ese rubro que los que tiene la capital. Y, aun así, no encabeza la lista de municipios con alta incidencia alcohólica juvenil, ese honor lo tiene San Pablo del Monte cuya población sufre por este vicio y otros más.
Regular la vida de la gente y sus propiedades no les trae ningún beneficio, fomentar una actividad económica subyugando a las demás, siempre termina por ahogar las ciudades; la ciudad de Liverpool, prefirió perder su categoría de patrimonio de la humanidad para modernizar sus puertos, pues, aunque se sienten orgullosos de ser la cuna de los Beatles o el lugar de donde partió el Titanic, sienten más orgullo de llenar la mesa de sus ciudadanos con comida. Los habitantes de Cartagena en Colombia se quejan amargamente de que a pesar de que su ciudad es patrimonio de la humanidad desde hace muchos años, no pueden pagarse servicios médicos básicos, pues los muros son quienes tienen esa categoría de «patrimonio”, más no las personas. Una ciudad con un rico patrimonio que empuja a sus habitantes a la pobreza, pues quienes visitan la antigua ciudad amurallada apenas compran una botella de agua o un café. Sucede algo similar en Calpulalpan, a pesar de que por muchos años el gobierno ha invertido millones de pesos en conservar y proteger su patrimonio arqueológico, este no ha representado absolutamente ningún beneficio material a su población, pues el turista, comúnmente nacional, no consume casi nada, no contrata servicios, ni se hospeda, ni se alimenta ahí.
Si pudiéramos desprendernos del culto a las piedras, de la misma manera en la que el perro se deshace de sus pulgas podríamos aspirar a una mejor ciudad, una vida mejor, una más saludable y llevadera, pues, aunque la estética de la ciudad contribuya a mejorar la vista, no mejora ciertamente la salud del ojo.